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REVISTA DEL CRISTO 2004

La Mano Negra

 

 LA MANO NEGRA

 

            Era un domingo cualquiera del mes de diciembre, cuando un grupo de niños acordamos ir a dar un paseo al lugar conocido como “Los Guijos” o “Cabeza del Caballo” (es algo que actualmente muchos niños desconocen); vimos animales salvajes como tejones, jinetas, gatos monteses, zorros, culebras, buitres, quebrantahuesos, águilas reales, cernícalos y muchas especies más. Hoy todo eso ha desaparecido.

            Aquella misma noche estuvimos reunidos, comentando la excursión, Rafael y José María Cruces (un hijo de Adolfo “el Barbero”), Sebastián (hijo de Frasquita la de Emilia), Luis Troncoso Velarde y su hermano Pepe, mi hermano Antonio y yo. Sería sobre las ocho de la noche, cuando los hermanos Troncosos, que en aquella época eran monaguillos, manifestaron que se iban a tocar en las campanas “las Ánimas”, antes de que se acostara Don Rafaelito. Don Rafaelito era el diminutivo con el que el pueblo nombraba al Sr. Cura; pues su verdadero nombre era D. Rafael Rodríguez Cinta. Entonces disolvimos la reunión, por considerar que a esa hora cada niño tenía que estar en su casa.

            Cuando mi hermano y yo llagamos a nuestra casa, nuestros padres estaban sentados junto a la estufa, con el brasero encendido; estaban también nuestros demás hermanos entonces, mi padre para entretenernos (pues carecíamos de radio y televisor), nos narró un hecho que dijo que ocurrió en Espera en el año 1870.

             Una noche, observó la gente del barrio alto que se escuchaba el sonido de un cencerro. Aquello se fue divulgando hasta que por todo el pueblo se corrió la voz de que todas las noches, a las 12 de la noche, del aljibe existentes en la azotea del Castillo, salía un toro con un cencerro y en uno de los cuernos le colgaba una llave; de que del aljibe había tres puertas; y de que el le quitara la llave al toro, con ella abriría las puertas del mencionado aljibe: de una saldría agua, de otra fuego y de la otra oro. Así que todo el pueblo estaba pendiente de los que eran más valientes y realizaran la hazaña.

             Llegado el nuevo día, Sebastián, el de María “la Lura”, que era el encargado de llevarnos a la escuela. En la clase, Currito Ferreras leyó un pasaje del libro de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, y, cada vez que él nombraba el caballo de Don Quijote o el burro de Sancho Panza, yo recordaba al toro del Castillo. Llegaba la hora de salida de clase, yo, en vez de ir a mi casa a almorzar, marché al barrio alto y pregunté por la persona de mayor edad de aquel lugar. Me dijeron que la persona mayor era la abuela de Mariano Castillo Bernabé. Simulando que tenía sed, llamé y, haciéndome ella entrar, entablé conversación y le pregunté si había oído alguna vez el toque de un cencerro en el Castillo, confirmándome que sí y me dio la versión que la noche anterior había dado mi padre. La noche de aquel día mi referido padre continuó, pero nos dijo que, con motivo de la desaparición en aquellos días del médico del pueblo llamado D. Francisco Martín, se había dejado de hablar de los hechos del Castillo. Este médico, cuando iba a las consultas de los enfermos, a sus casas, lo hacía en compañía de un perrito que era enormemente pequeño.

             Luego de transcurridos diez días de la desaparición del médico, una tarde, cuando un aguador traía una carga de agua en su burro del pozo de Márquez, observó que el perrito propiedad de médico marchaba en dirección al pozo. En ese momento el aguador quedose parado, fijándose en el perro , pero éste quedose parado y sentase. Llegada la noche y como el perrito no se movía, el aguador tomó la resolución de marchar al pueblo. Igualmente, al día siguiente ocurrió el mismo hecho con el perro,  así, sucesivamente, todos los días se repetían tales hechos. Un día, el referido aguador, contó aquello que continuamente le venía ocurriendo con el perrito del médico D. Francisco, el cual llevaba días en paradero desconocido. Estos señores idearon un plan y, para saber adonde iba el animal, que, cuando se encontraba con alguien, paraba y ya no se movía hasta quedar solo, se escondieron en unas palmeras y lentiscos de la fincas Las Salinas y Las Magallanes, hasta que una buena noche ( y digo buena porque comienzo es el principio de los hechos ocurridos) vieron cómo el perrito indicado se introducía en el sumidero de Márquez, y allí estuvo toda la noche dando ladridos que más bien parecía lamentos. A la mañana, y después de ver salir al can, se adentraron en el ya referido sumidero y encontraron, en avanzado de descomposición, el cuerpo del médico desaparecido, con la gran extrañeza de que tenía cortada la mano derecha y distanciada de su cuerpo.  Con toda urgencia marcharon al pueblo y dieron cuenta a las autoridades competentes del hallazgo que habían hecho.

           Las conclusiones finales fueron que existían una banda de terroristas y que sus fechorías las hacía en distintos pueblos de la provincia, solicitando dinero a todo el que ellos creían que tenía algo. Coincidentemente se reunían en el aljibe del Castillo, razón por la que corrieron la voz del toro bravo con un cencerro, teniendo de aquella forma amedrentado a todo el pueblo, y así, cuando tenían reuniones, no había persona que molestara. Con una gran actuación de las autoridades, todos fueron capturados, ingresados en prisión, juzgados y penalizados. Los documentos que poseían fueron hallados tras el retablo del Castillo. El hecho cometido a D. Francisco Martín fue debido a que le solicitaron la cantidad de tres mil pesetas.

                 El entierro del médico se hizo en el pueblo con un gran acompañamiento; también iba el perrito, del que contaban que se quedó aquella noche junto a la tumba de su dueño. Pasados seis días, el sepulturero, dando una vuelta por el cementerio, encontró muerto al ya tan repetido perro junto al nicho de su dueño. La idea del referido enterrador fue hacer un agujero en el suelo y allí, junto al médico, siguieron unidos hombre y su mejor amigo.

                 Puedo asegurar que todo cuanto he descrito fue contado a todos mis hermanos y a mí, exactamente así, por nuestro querido padre.

 

Francisco Romano Lozano   

      

         

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