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REVISTA DEL CRISTO 2003

Las Madrugadas en Espera

 

 

LAS MADRUGADAS EN ESPERA

 

        Ha sonado el reloj y lo paro. Se está calentito en la cama con estas buenas mantas. Me levanto, enciendo la luz por medio de la llave que está situada en la cabecera de la cama y observo esta habitación que me resulta extraña; no es la que veo por las mañanas habitualmente, y entre dormido y pensamientos idos repaso la decoración que me recibe esta mañana espereña. En el rincón un gran oso y otros juguetes distribuidos por las paredes, el suelo y los muebles.

        Me levanto, me pongo el traje de baño y una camiseta gruesa, encima un chandal felpudo para sudar y luego otro chándal. Calcetines gruesos y botas de correr, las cuales tienen en su parte trasera un punto de pintura fluorescente para que se distingan con las luces de los vehículos por las noches. Después, sobre la cabeza y cara un pasamontañas dejándome descubierto sólo los ojos, y para las manos unos guantes de la misma lana y color que el pasamontañas. Salgo sin hacer ruido para no despertar a los durmientes, abro la puerta de salida, bajo las escaleras y de pronto me encuentro con el pueblo en su madrugada.

        Todo es silencio. La calle Arcos está iluminada. Parece un pueblo abandonado. Hace una noche espléndida. Conforme me alejo de la calle principal me voy enfrentando con la noche pura, limpia y fría llena de estrellas, con una gran luna que ilumina mi desconocido camino.

        Tomo la calle de Arcos y comienzo a correr, a trotar tranquilamente. Me siento muy bien ya que con el aire puro y el silencio de esta noche tan espléndida parece que no hago ningún esfuerzo por correr. Al llegar al final del pueblo tuerzo a la derecha tomando otra calle más pronunciada; paso por delante del molino de aceite. Gratos recuerdos me despiertan la presencia de ese molino con olor a aceite, a campo, a sol, a tierra. Los recuerdos infantiles se hacen presentes. Los tiempos de grandes necesidades donde los deseos, la golosina de un niño era el tomar un pan caliente, el más típico recuerdo que se llamaba la "libra", circular, como formada por dos partes, una sobre otra; se abría por el centro, se le sacaba la miga  y se le echaba el aceite grueso, verde  de olor penetrante y pastoso. Después se le ponía nuevamente la miga y se mordía con ansia y deseo. El aceite se escurría por la barbilla dejando a menudo su presencia sobre el babi o la rústica camisa.

        Subo corriendo por la empinada calle y tuerzo a la izquierda. Voy a visitar la fábrica de pan donde trabaja el sobrino Paco. Está cerrada. Golpeo la gran puerta pintada de rojo; se oyen voces en el fondo de hombres, de máquinas que gritan al unísono unidos por el trabajo, el esfuerzo y las nocturnas horas pasadas en compañía para sobrellevar la noche dura y fría. Después de golpear varias veces, por fin me abren la puerta.

        La persona que me abre se sorprende al enfrentarse con el extraño cubierto de la cabeza a los pies con uniforme también extraño, que le pregunta.

        -¿Está Paco?

        -Pues, sí, sí..., tartamudea mientras me invita a pasar.

        Entro y me encuentro al sobrino al lado del horno. A este sobrino, que es el mayor, le hubiese gustado seguir la práctica de los deportes pero las circunstancias se lo impidieron. Está entre sorprendido, divertido y tal vez un poco temiendo hacer el ridículo por su tío, un hombre ya maduro que se presenta a esas horas con esa vestimenta delante sus compañeros de trabajo.

        -Pero, pero tío, ¿cómo vas así?

        -¿No me invitaste a desayunar?, pues a eso he venido, le digo con toda seriedad.

        -¿A estas horas?

        -¿No me dijiste que me invitabas a desayunar un mollete con aceite y café, pues aquí estoy?, ¿o es que de día dices una cosa y por la madrugada otra?, le digo muy seriamente.

        -Pero tú estás loco, estás loco, mira que a estas horas y así vestido. ¿Cómo se te ocurre? La gente se va a creer que estás majareta.

        -Bueno, si has cambiado de parecer y no me invitas a desayunar entonces me voy.

        -Pero, ¿tú estás bien?

        -Si tú crees eso, entonces me voy. Y haciéndome un poco el enojado aprovecho esas circunstancias para seguir corriendo, pues si me quedo no podré hacer el ejercicio que me he planificado, ya que es muy tentador el calorcito de la fábrica, la compañía de estos trabajadores, el olor del apetitoso mollete recién salido del horno y el posible café reconfortable que me haría desistir de seguir corriendo.

        Sigo por la misma calle y tuerzo la primera a la izquierda. Me encuentro con otra calle más empinada, más cuesta arriba. Esta calle no la reconozco; recuerdo que existía pero en forma de camino de barro y en la actualidad está asfaltada con sus casa laterales bien encaladas y arregladas; en sus interiores no haya ruido, las personas y los animales duermen. Sigo subiendo y subiendo pero las pulsaciones cada vez suben más. Me encuentro bien, la noche es  agradable y el estado físico bueno, pero la calle es cada vez más y más empinada por lo que se me hace cada vez más dificultoso el correr. Parecía como si un gran vendaval me fuese frenando. Ya no corro apenas, a lo sumo estoy caminando, la calle cada vez más empinada me lo impide. El corazón se subleva dentro del pecho y me suplica. ¡Párate, que ya no puedo más con esta cuesta! Casi caminando, por fin llego al final de la calle y desemboco en un campo recortado por una tapia blanca con un fondo negro. Cuando me aproximo me encuentro frente a las tapias del cementerio. En la noche todo está difuminado en la oscuridad pero la luz que viene desde la calle por la cual he llegado se refleja en estas paredes blancas. Me detengo frente a su puerta de hierro. Está cerrada. Entre resoplidos y tratando de que se normalice mi cansado corazón por el esfuerzo que le he obligado a realzar, comienzo a hablar, a saludar a mis viejos y queridos muertos.

        -¿Cómo estás, Tía Felisa? Hablo contigo la primera porque en realidad es la única que conozco, con la que he convivido no todo el tiempo que yo hubiera querido pasar en tu compañía, pero sí más que con los otros que habitan aquí contigo. Aunque yo quisiera, no podría recordar ni con amor ni con admiración a mi padre con un sentimiento realmente mío, debo de hacerlo por referencia de otros y, como comprenderás, eso a mí no me satisface. Un  hombre un poco calvo, buena figura física y muchas anécdotas, pero mío, íntimo mío, muy poca cosa. Noches solas con una mujer empleada y él comiendo como postre un plato de arroz con leche y de una forma afectuosa dejándome parte de su golosina. Nimiedades que nunca negaron a alimentar mis recuerdos.        De mi madre, menos todavía. Sólo una foto de una señorita provinciana; ni mis hermanos mayores ni otras personas me hablaron casi de ella. Por eso en este cementerio, desde que tú estás en él, desde que lo habita, tu eres mi muerta amiga. Deseo hablar contigo en este día, a esta hora, las seis de la mañana de una madrugada espereña maravillosa. Estoy seguro de que te gustaría ver la luna, tu luna de Espera que ilumina la silueta del castillo y la subida a él nueva. A ti si te recuerdo bien. Cuando te ponías a peinar tu mata de pelo y peinabas y peinabas. Como  no recordar el rechinar del cajón de tu cocina y yo iba corriendo, corriendo porque tenía hambre y presentía la hora del almuerzo. Recuerdo, tía, ese hambre que siempre me acompañaba. Posteriormente tu lo comentabas como una anécdota, cosas de niños. Prefiero recordarte así. En esta oportunidad querían decir como fue tu partida, y más que tu partida tu antesala de salida. Se que has sufrido, que sufristeis mucho pero que también han sufrido por ti, que tuviste una enfermedad horrible. Que la miseria humana te había llegado, y que tú, con tu característica humildad, avergonzada de tu pobre cuerpo, pedía perdón por las molestias que sufrieran por tus pobres despojos cada vez más deteriorados y que no eran gratos de cuidar y presenciar. Yo no quiero saber nada de ese pasado; deseo recordarte con mis años de niño como una mujer limpia, agradable, activa. Y sobre todo deseo recordar de ti tus besos. Para mí tenía un sabor especial tus besos: tal vez porque no tuve los besos de una madre; los tuyos los idealicé o  valoré más los pocos que me distes o que yo supe recibir de ti. Eran unos besos ruidosos, aspirados, colocados en el preciso lugar, besos muy especiales que nunca he oído o presenciado iguales a los realizados por ti. Primero tomabas con tus manos la cara, luego olías la parte específica donde depositar el beso, después absorbías haciendo un gran ruido como una ventosa, como un silbido, terminando en una gran explosión, como si en ese final dieras todo tu aliento, todo tu amor de un golpe. Besos, tus besos inolvidables.

        Si alguien me escuchase a las seis y cuarto de la mañana hablando a solas delante de la reja del cementerio pensaría que realmente no estoy en mi sano juicio. Es posible, pero ¿qué es lo que hacemos todos los seres humanos, sino hablar constantemente con nosotros mismos, con nuestros recuerdos que son el reflejo de otras vidas de otras compañías, de otros amores? Bien, me voy, deseo subir hasta la capilla del castillo, deseo continuar mi  peregrinar, es decir, el recorrer en esta madrugada los lugares más queridos y recordados de mi infancia.

        Comienzo a subir la cuesta que conduce al castillo por la parte del cementerio. También esta cuesta es terrible, muy empinada, mas en esta oportunidad se ve que la han arreglado no hace mucho para la subida supongo de los turistas en coche. Al principio temía el escurrirme y caerme como en el pasado cuando sólo era un camino de tierra. Aún así, arreglada, el subirla corriendo me es dificultoso; trato de llevar un paso rítmico pero la altura cada vez me frena más. Mis piernas se resisten y la respiración se lamenta con unos pobres ruidos. Por fin llegó a un descanso. Se ha nivelado el camino. De pronto y en la proximidad de la casa del santero me vienen a recibir los perros; ¡ay! Los perros; es una de las cosas que más detesto en estas correrías mañaneras. Los perros son como las personas, cuando uno se despierta ladran, dos, tres veces, y si no le responde algún compañero se callan. En el fondo son también cobardes, le tienen miedo a la oscuridad como los hombres; mas si otro perro le responde se siente más firme y parece como si tuviese que demostrar su valentía; ladra más y hasta se aproxima; si ve que el otro no avanza él tampoco lo hará, ya que al fin y al cabo en mí ha visto una sombra desconocida, una figura que no se distingue nada. Pero si ve que los otros perros se aproximan entonces él sí avanza como para defender su descubrimiento. Capitaneando por el madrugador se presentan otros, y otros, y cuando me doy cuenta me encuentro rodeado por cuatro perros ladradores. Ante esta situación sólo me quedan dos soluciones: el hacerme el indiferente, que a veces da resultado, ya que al desconocer la figura se asustan y no atacan, o por el contrario, no se acercan mucho queda el recurso de agarrar algún palo o piedras. En esta oportunidad me he hecho el indiferente y no se han acercado. Me han acompañado con sus ladridos por un buen trecho y luego se han cansado de ladrar. Llego a la cumbre, a la ermita, y me siento en parte para descansar y a la vez para disfrutar del panorama, y observar el pueblo mientras duerme en una tranquilidad y silencio acogedor, agradable.

        Comienzo el descenso por el camino que han preparado también con asfalto para en las fiestas bajar y subir la imagen del Cristo patrón del pueblo. Debo de tener cuidado ya que la iluminación de las calles me da en los ojos y no puedo precisar bien donde termina el camino y comienza el precipicio, por lo que podría caer desde una gran altura, cosa que no me seduce en lo más  mínimo el visitar a la familia y volver escayolado. Por lo tanto debo de pegarme bien a mi izquierda para evitar el precipicio, el cual en la oscuridad y con el reflejo de las luces del pueblo no puedo distinguir. Esto me frena en mi carrera de bajada, pero eso no tiene importancia ya que no persigo ganar ninguna carrera ni batir ningún récord. He venido a disfrutar de esta paz, de este aire tan puro de mi pueblo sin espectadores, el reencuentro entre sus viejas calles y su niño viejo. Sigo bajando y en un descuido ya resbalo y ruedo por la ladera unos cuantos metros. Salgo bien parado ya que sólo he sacado unas raspaduras y lo más grave es el tirón del ligamento exterior de la rodilla izquierda. Me recupero y sigo mi camino bajando con dificultad por la lesionada rodilla, y cuando me doy cuenta ya estoy en el pueblo. Tomo a mi izquierda por una calle recta que no tiene salida. Debo de volver y tomo nuevamente a mi izquierda por una pequeña calle que desemboca enfrente a la antigua posada, el único alojamiento que tuvo este pueblo en muchos años. Sigo por esta calle hasta el transformador, donde tomando a mi derecha me conducirá a la conocida calle de Los Toros, donde en el número 52 se encuentra la vieja casa que fue de nuestros padres y donde a su vez ha fundado su familia el hermano mayor, Cristóbal.

        Como ya han dado las siete se encuentra abierto el despacho de pan que tiene Cristóbal, por lo cual me acerco a saludarlo. Se sorprende al verme ya que de la primera impresión no me ha conocido. Tiene ya varios clientes y entre el frío y el reciñen levantar no es tan fácil el reconocer. Me quedo un tiempo en la calle para estabilizar mi pulso. Pasados unos minutos entro de nuevo  y en esta oportunidad sí me reconoce, se ríe sorprendido y me cuenta el comentario que le ha hecho una cliente.

        -Cristóbal, ahí en la calle hay un loco suelto.

        Vuelvo a mi alojamiento, al piso de los sobrinos Curro y Tere que gentilmente han puesto a mi disposición una agradable habitación con baño privado, al cual yo le llamo "hotel cinco estrellas con desayuno incluido". Me ducho y posteriormente me pongo a estudiar hasta que a las ocho la dueña de casa me prepara un regio desayuno. A partir de entonces ha terminado mi madrugar y comienza mi día, mis agradables días pasados en mi pueblo.

* * *

        El corretear en las madrugadas por las calles y campos de mi pueblo no se me olvidarán, sobre todo el último que lo hice en víspera de mi partida y precisamente el día de Reyes. Aunque me esperaba un largo día ya que íbamos a realizar la competición del Primer Maratón del Pavo, aun a sabiendas deseaba disfrutar de mis madrugadas por ser precisamente el último día de mi estancia en el pueblo.

        Me levanté como de costumbre a las seis menos cuarto, y a las seis me encontraba corriendo por la calle  Arcos en dirección a Sevilla. Fue el único día que no vi las estrellas, no la bella luna que todos los días me saludaba al salir a la calle y que me iluminaba el caminar. Conforme me alejaba del pueblo me iba envolviendo una niebla cada vez más espesa. Cuando comencé a bajar la cuesta que va hacia el camino de Esperilla se había convertido ya en una nubosidad que parecía que estaba entrando en un mundo desconocido.

        Llegó un momento que no sabía dónde me encontraba, ni qué dirección tomar, no sé dónde venía ni a dónde iba. Sólo me podía guiar un poco el asfalto que relucía por la humedad. Seguí corriendo, no quería parar, deseaba saber hasta dónde llegaba. Parecía que flotaba. Un momento hubo, por suerte unos pocos segundos, que me sentí realmente perdido, incluso escuché unos ruidos, y fue la primera vez de estas madrugadas que sentí la sensación de un gran vacío, da una aplastante soledad, y como presentía que estaba cerca del cementerio, en esta ocasión mis pensamientos no fueron agradables y de reencuentro con mis viejos muertos como en madrugadas anteriores. Los pensamientos se sucedían con gran rapidez pero pensamientos extraños. Legó un momento en que no sabía si me encontraba corriendo por los caminos de mi pueblo o por el contrario me encontraba acostado y soñando esta escena que por otro lado muy semejante la he protagonizado en mis sueños. Pero lo peor es que con la proximidad del cementerio me dio por pensar. No será esta la forma de sentirse cuando se muere, quedando un vacío, como una nada, no importando el ayer ni el mañana y, sobre todo, sin saber el sitio a donde ir. Sensación realmente extraña; nunca había sentido tal cosa. No podría decir que era miedo tal sensación de soledad, ya que no cabía el miedo que es tan humano y natural, y precisamente eso fue mi preocupación, el no tener miedo y el resultarme el momento tan poco humano.

        -¿No te da miedo el correr por esos caminos de noche?, me pregunta mi querida cuñada Rafaela entre risas en una de estas madrugadas que me ha visto vestido con mi extraña, para ella, indumentaria.

        -¿Por qué me va a dar miedo el correr por esos solitarios y agradables caminos? Lo que siento es que yo pueda asustar a algún madrugador al verme a mi con extraña figura, le contesto.

        Aun así, en ese sentirme ser y no ser seguí corriendo y corriendo, y fue al notar mi corazón excitado, golpeando dentro de mi pecho por la fatiga, lo que me fue llevando a la realidad. Y aún sin poder orientarme seguí en línea recta y fui saliendo de la espesa niebla poco a poco aproximándome al Madrigal. Al llegar a la casa ya la niebla se había disipado destacándose sus paredes blancas encaladas. Me quedé un corto tiempo a descansar y recordar el pasado, respirando el aire limpio, sano, y fui volviendo al presente. Este presente con problemas, con política, con paros, hambre, guerra, sangre..., pero con vida, sobre todo con vida, con vida...

  

VÍCTOR GARRIDO TRONCOSO

EXTRAÍDO DEL LIBRO

  “VICISITUDES DE UN COMPETIDOR”

    

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@ Antonio Durán Azcárate. 2001  - 2006  Espera ( Cádiz ) ANDALUCÍA - ESPAÑA