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REVISTA DEL CRISTO 2004

Seis Claveles Rojos

 

SEIS CLAVELES ROJOS

 

Como se mueve este destartalado camión por estos caminos que más que carreteras son y que me son tan familiares.

Debo de pensar en otra cosa; no quiero flaquear al final. Ya que he llegado hasta aquí sin desmoronarme, sin que los demás vean mi miedo de hombre. Nunca pude pensar de que llegarían estas circunstancias para mí y para tantos otros que se verán envueltos conmigo en esta tragedia, esta pesadilla que aún no puedo creer que sea realidad. ¿Cómo es posible que las cosas hayan llegado hasta donde han llegado? ¡Cuántas noches me he despertado creyendo que todo esto no era nada más que una pesadilla!

En realidad, no puedo precisar cuando comenzó. Parecería que nací para ser protagonista de una obra, de una tragedia para la cual, yo, conscientemente, no solicité representar papel alguno. Las circunstancias poco a poco me fueron llevando a protagonizar esta tragicomedia para la cual no estaba preparado. Ni tampoco los actores y comparsas que me acompañaban estaban conscientes, ni siquiera se sabían su papel.

Pienso que toda esta bisoña compañía fue reclutada de una forma discriminada para desempeñar una parte de la historia sangrienta que cada cierto tiempo le toca protagonizar a nuestro país, brillante unas veces, otras ruin y miserable. En el ciclo del tiempo tuvimos mala suerte, y a estos pobres e ignorantes hombres, en vez de tocarles el desempeñar los papeles de un Pizarro o de un Cortés, les tocó el de traidores, cobardes y asesinos. Y a otros les ha tocado, nos tocará muy pronto, el de colmar esa sed de sangre; el que con nuestras vidas se pueda completar esta comedia que no tiene nada que envidiarle a las comedias griegas. Con el tiempo y la civilización el hombre se va envileciendo cada vez más, y ahora no resuelve sus diferencias como lo hacía los griegos, a pecho descubierto y con la espada en la mano. En estos dos mil años el hombre comete las mismas barbaridades, pero emplea para ello la mentira, el papel y, para hacer la parte más fea, más sucia, se la encarga a estos profesionales de la muerte, estos pobres hombres con tricornios. Si, pobres porque no saben por qué matan ni para qué matan.

Sus noches serán largas y, cuando hagan sus rondas, cuando vivan sus soledades en los ignorados caminos, cualquier ruido, cualquier silueta les harán pensar en las caras sin nombres a las que ayudaron a irse; y sus corazones se irán endureciendo poco a poco hasta convertirse en piedra.

Tuve suerte, sí; me puedo considerar un hombre afortunado ya que desde mi nacimiento estuve rodeado de amor, amistades y, si bien no pude llegar a concretar la realización de grandes cosas de tantas que emprendí, sí tengo que agradecer que mi vida siempre tuvo un sentido, un porqué vivir. Hasta en estos momentos soy afortunado, ya qué tengo un porqué morir.

Veo luz en mi casa, en la panadería. Aunque no se viese la luz sabría que están trabajando por el olor a leña quemada y pan caliente. Es un olor característico, de seguridad, de hogar y par mí de muchos recuerdos y sobre todo de amor. Amor a los míos, esposa, hijos, amigos y paisanos cercanos y alejados de este pequeño pueblo que para bien o para mal, es parte de mí; y yo seré parte de él, más, si es posible, después de esta noche, y que presiento y hasta deseo quedar para siempre inmerso, fundido en esta pobre y agreste tierra.

Mis guardia están nerviosos, nerviosos por el trabajo que se les avecina. También temerosos por si la presa decide escaparse, resistirse al encontrarse cerca de los suyos. Mas ellos ignoran que en este pueblo estas pobres gentes en estos momentos están dominados por el miedo y lo más que les preocupa es salvar su pellejo, sus pobres y miserables vidas par continuar siendo explotados, humillados y tratados como cosa, y no como personas con derecho a la educación y a la libertad. Pero es bien sabido que no puede haber liberad sin educación y ya se ocuparán de que no haya una educación libre para que no sean libres educados. Espero que mis hijos, o los hijos de mis hijos, puedan recoger el fruto de esta sangrienta siembra que tantos españoles están realizando, que estamos arando en estos momentos para que ellos, los que vendrán después, puedan sentirse hombres; no les deseo nada más que eso, que se sientan “hombres”.

El sargento se ha corrido un poco hacia la puerta trasera, no se atreve a mirarme a los ojos, pero ha presentido un movimiento, un cambio en mi comportamiento impredecible, pero que él por sus tantas horas de vigilancia ha notado, ha intuido. Pobre, si supiese que mi cambio consiste en que estoy haciendo un gran esfuerzo por concentrarme en otra cosa, el no pensar en que a pocos metros está mi hogar donde formé mi familia con una maravillosa mujer que la traje de otro pueblo, que la rapté podría decir, y me dio siete hijos; que en esa casa murió cuando comenzaba a vivir arrebatada por la voluntad de Dios según mi buen hermana. Pobre hermana que tiene ese consuelo, que tiene un cristo que le guía desde la capilla del castillo. Yo nunca pude consolarme de la pérdida de mi esposa; ni siquiera me queda el consuelo de pensar en el cristo. Por otro lado, si tomase en serio que la perdí por su voluntad, haría ya mucho tiempo que hubiese arrasado esas feas ruinas de imitación de castillo.

Se oyen voces, gritan; en el silencio de la noche sólo se oye el ruido de este asmático motor y las voces que llegan de la panadería. Son voces de gente joven. Seguramente son de mis hijos mayores. Cristóbal, Pepe y algún otro vecino que les estarán ayudando a fabricar el pan. Son voces de miedo a la responsabilidad, al mañana, al silencio. Cuando marcha uno solo por el campo de noche normalmente silba, canta o hace cualquier ruido; golpeando las matas, tirando piedras, algo, cualquier cosa. Sabemos que a nuestro alrededor hay un mundo, que existen muchas vidas, pero en silencio, y a eso precisamente es a lo que tenemos miedo, a lo desconocido. En esta noche pasa igual. Los guardias están inquietos, les gustaría probablemente hablar conmigo, saber mis pensamientos, pero no se atreven y en ese silencio está su miedo. A mis hijos les pasa igual

Mis hijos, ese es mi punto flaco, esa es mi debilidad. No deseo pensar en ellos. Miles de veces rondan por mi cerebro y yo los rechazo, no quiero mezclarlos en todo esto, no quiero hacerles sufrir, dejarlos solos y tantas cosas, tantas cosas que se agolpan en mi pensamiento. Le he escrito una carta a mi hijo Cristóbal.

Te escribo a ti por ser el mayor. Y le hago una serie de recomendaciones. Se que eso no supone nada, que estoy impotente, que ya es tarde para hacer otra cosa, tantas cosas que podía haber hecho...

En mis días de presidio he presenciado de todo; cobardías, heroísmos, llantos, desprendimientos y arrepentimientos. Muchos encontraban el valor y serenidad en la confesión con un sacerdote. Yo no tenía necesidad de nada de esto. Lo que hice lo llevé a cabo con meditación y deseo propio, sin influencias o incitación ajenas. Yo, y sólo yo, soy responsable de mis actos, para bien o para mal.

-              Curro, tienes que marcharte, me dice Juanito con cara desencajada, pálido y sudoroso.

-              Marcharme, ¿por qué?, le pregunto al descompuesto Juanito.

-              ¿Qué por qué?, porque vienen a llevarte. ¿Pero no lo entiendes?

-              Pues el que quiera verme ya sabe donde encontrarme le contestó con tranquilidad, ya que tranquilo me encuentro. Sé lo que se está armando; mas, es posible que las cosas se vayan tranquilizando como ha ocurrido otras veces en este país.

-              Pero, ¿es que no quieres creerme? Dicen que en otros pueblos hasta están matando a los republicanos. Curro, piénsalo bien; mira que son muy conocidas tus ideas por estos alrededores y además que eres el alcalde de aquí.

-              No, siento contradecirte, Juanito, y te doy las gracias por avisarme; pero no me marcharé. Aquí me encontrarán si es que me buscan. Yo no he hecho mal a nadie, he tratado de ayudar en lo posible a los demás respetando sus ideas; por lo tanto no tengo que temer nada. De todas maneras no es cuestión de irse. Podría marcharme a Madrid o América, como harán otros, pero no es cuestión de los demás o de lugar, es problema de forma de pensar. Si me tiene que ocurrir algo, que sea en mi tierra, con los míos; yo ya no puedo cambiar, tengo muy arraigadas mis ideas, están en mi sangre, en mis células. No, no valdría la pena el vivir en otra parte; me sucedería igual que ahora y ni me quedaría el consuelo de sufrir con los míos; y, si llegase lo peor, mira lo que te digo, lo peor, al menos valdría la pena el morir por algo digno.

-              Haces mal, deberías de huir como hacen los demás dice Juanito dándome la espalda tembloroso y disminuido. Pobre Juanito, creo que no ha entendido nada de lo que le he dicho.

Tenía razón Juanito, a los pocos minutos se presentó un cabo con una pareja y me preguntó.

-              ¿ Es usted don Francisco Garrido Barrera?

-              Sí señor. ¿Qué se le ofrece? Le contestó.

-              Queda usted detenido, me responde con ese clásico tono de voz que debe ser lo primero que le enseñan a estos guardias, ya que todos lo pronuncian de igual modo y tono.

-              ¿Y se puede saber por qué motivos? Le pregunto a sabiendas de que no dará una respuesta satisfactoria ya que con seguridad el mismo cabo desconoce las causas.

-              Eso se le comunicará en su momento oportuno y por la autoridad competente. La clásica respuesta. Todavía después de dos meses largos de reclusión, de celebrarme un juicio y según ellos condenarme a muerte, no me han dado una respuesta satisfactoria a la pregunta que le hice al cabo, y menos por la autoridad competente que se supone que fuese un juez civil.

No deseo morir. No creo que a ningún ser consciente de su existencia le guste morir. Hasta los más sobresalientes místicos se han aferrado a la vida terrenal en su último aliento. Qué no haremos los que no tenemos ese recurso, esa gran esperanza del más allá, de tener el encuentro con el Gran Hacedor. Para los que no creemos, los ateos como nos dicen, el morir es definitivo, ni reencarnación ni alma que nos dé continuidad. Este cuerpo es el principio y fin de la existencia, de la vida del hombre. Pues aún así no me asusta la muerte. No sé si esto es valentía ante la muerte, cobardía ante la vida o adaptación o resignación ante las circunstancias. No, no lo sé ni me preocupa, pero, lo que sí me preocupa es el no poder aclararme ante mí; si he hecho bien, si no he sido irresponsable como padre ante estos siete hijos que se quedan huérfanos, y que presiento no serán atendidos por los parientes dadas las circunstancias de que ellos sin saberlo ya están encuadrados en el grupo perdedor. ¿Qué pensaría su madre? En estos momentos hasta me alegro de que no esté presente, ya que sería enorme su sufrimiento en este percance.

La pregunta debo hacérmela por última vez ya que el camino se acorta, por última vez aunque no tenga respuesta.

¿Hasta dónde llega el compromiso del hombre con sus semejantes? ¿Dónde comienza y termina ese compromiso?, y, sobre todo, ¿cuáles son las prioridades en este compromiso?; ¿es que acaso está primero el ideal político, el ayudar al desvalido, a la comunidad por encima de la seguridad familiar?

Es cierto que en la historia de la humanidad si un grupo de hombres hubiesen antepuesto la seguridad de sus familias al interés común todavía estarían por escribirse tantas páginas de grandeza como se han escrito. Si la sociedad ha evolucionado en tan poco tiempo es precisamente porque muchos hombres lo dieron todo por un ideal, por una causa más o menos valedera. Estos son mis razonamientos en cuanto individuo y en esto precisamente encuentro mi razón de morir. Jugué y perdí, lo acepto y ni pido clemencia ni me desespero. Mas, ¿y mis hijos? Ellos no solicitaron venir a este mundo; llegaron porque fueron deseados, engendrados con amor; me comprometí con ellos a amarles, educarles y ayudarles en todo hasta que pudiesen valerse por sí mismos. Y los he abandonado, les he faltado a mi palabra implícita en la paternalidad. Me siento como estos pobres guardias que están preparados para descargar sus armas contra mi cuerpo, pero lo que ellos ignoran es que también dispararán contra siete criaturas, criaturas que no morirán de una vez, pero si morirán cada día un poco hasta llegar un momento que ya no serán los mismos al no tener unión, protección y amor. Sobre todo amor. Serán como esos nidos de perdices que les matan los padres y las crías corren para protegerse cada una por un lado, y viven y crecen con ese miedo, ese dolor para siempre en sus pequeños corazones.

Pero lo triste del caso y de lo que estoy consciente es de que soy yo, y nadie más que yo quien condena a estas criaturas al haberme expuesto; al haber corrido este riesgo se lo he hecho también correr a ellos; mas a ellos nunca les consulté si querían correrlo. El gran problema, mi fallo en todo esto es el no haber tenido en cuenta mis obligaciones de padre, el no haber pensado de que ya no podía decidir por mí mismo, el que era responsable de siete vidas, de que ya no me pertenecía a mí solo, de que de mi cuerpo y de mi espíritu hay siete accionistas los cuales me pueden pedir cuentas de su capital. Pueden pensar más adelante que pusieron su confianza en mí para que lo administrara e irresponsablemente me lo jugué y lo perdí.

Despacio y dando tumbos ha conseguido el envejecido camión llegar hasta la plaza del Cabildo. A nuestra izquierda queda la iglesia, y más abajo se divisa la escuela de ladrillos rojos. Cuántos esfuerzos y sacrificios nos costó levantarla; cuántas horas pasamos en ella haciendo proyectos, dando mítines, tratando de mitigar en algo el sufrimiento de estos pobres campesinos despertándoles a la vida, a la participación y a su dignidad de hombres. Pero parece de que todo ha sido en vano.

No. Me resisto a creer que después de todas estas barbaries todo quede en la nada. Estoy seguro de que otros después de nosotros tomarán la antorcha para continuar nuestro camino y poder construir sobre nuestros huesos el edificio de la dignidad humana, el respeto mutuo, el vivir como hombres, el poner en práctica lo que tanto pregona este pueblo tan católico y que con tanta frecuencia olvida. “No desees para tu prójimo lo que no deseas para ti mismo”.

Pasamos ante la posada, por el costado de la casa de mi hermana. No deseo pensar en ella. Después de mis hijos es lo que más siento dejar en este mundo. Siempre fui su predilecto; me mimaba, me defendía y hasta mentía por mí, y yo sabía el gran sacrificio que esto suponía  para ella ya que siempre fue muy católica, pero católica practicante. Si realmente hay Dios, es decir, que existe el más allá, estoy seguro de que no se me colocará en los peores lugares. Uno, porque conscientemente no he actuado contra ninguno de sus grandes preceptos, y otro, porque estoy seguro de que mi adorada hermana rezará por mí el resto de sus días.

Damos la vuelta, y al subir la pequeña cuesta aparece a la izquierda la gran piedra, que es ideal para nacerse una casa. Desde allí se puede dominar todo el pueblo y en los días claros se ve hasta Arcos de la Frontera, el pueblo de mi esposa y de la mayoría de mis hijos. A la derecha, el viejo castillo y al centro, el cementerio. Como todavía no ha amanecido sólo se perciben sus blancas tapias.

Bajamos del camión. Está presente el nuevo cura del pueblo que hace poco se ha incorporado a esta parroquia. Es joven e idealista y no comprende ni le encuentra sentido al hecho que se va a desarrollar ante sus ojos. No nos une nada; ni la amistad ni la fe; pero él se subleva ante este grotesco acto. Protagoniza una escena desesperada. No puede hacer nada ante los hechos consumados de sentencia y cúmplase. Sus interlocutores ya son de piedra. Sus órdenes han sido transmitidas y ya se encuentran alojadas en la recámara de sus fusiles.

Los guardias civiles ya están preparados. Se me acerca el sargento; me acompaña hasta la tapia por la parte exterior del cementerio. Se lo agradezco, por un lado porque estaré muy pronto entre los míos, mi esposa, mis padres y familiares que me esperan dentro. También porque todo se desarrollará en el exterior, no me gustaría que ellos me viesen flaquear.

El sargento trata de ponerme un pañuelo sobre los ojos; le digo que no. Deseo ver esa muerte, mi muerte, de la que tanto he oído hablar y sobre todo he leído.

Comienza a aclarar. Son seis tricornios, seis uniformes verdes y seis caras blancas, muy blancas. Seis muertes que me miran. Se oye una voz. Carguen. Seis muertes que se preparan. Apuntes. Seis muertes que me señalan. Fuego. Seis claveles rojos que me abrazan

  

Los viejos

se lo cuentan a sus nietos.

las piedras

al viento.

Aquí

aquí murió un hombre…

Aquí murió él,

                                      con su tiempo…         

      

    

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@ Antonio Durán Azcárate. 2001  - 2006  Espera ( Cádiz ) ANDALUCÍA - ESPAÑA